El Papa del Pueblo
- Elián Zidán
- Apr 27
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Por: Elián Zidán

Murió el primer papa latinoamericano. El jesuita que llegó a revolucionar la Iglesia Católica. El que le tendía la mano a los marginados. El que pedía siempre que rezaran por él. El que abrió las puertas de la Iglesia a todos. Y el que esperó que pasara el Domingo de Resurrección para volver a los brazos de su Creador.
La muerte de Francisco nos tomó por sorpresa. Tras días de incertidumbre por su salud en el hospital Gemelli, su aparente mejoría y sus últimas apariciones públicas hacían pensar que, aunque frágil y sin poder caminar, aún tenía algo más por hacer. Pero esa madrugada del lunes, en la quietud de su apartamento en la casa Santa Marta (no en un palacio, ni rodeado de privilegios), cerró los ojos para siempre. Y se fue como vivió siempre; con humildad.
Francisco no fue un papa más. Desde sus días como sacerdote en Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio dejó claro que lo suyo no era la parafernalia, sino la gente. Prefería una Iglesia en la calle, a una lujosa, encerrada e inalcanzable.
Cuando lo eligieron en 2013, nadie (quizás ni él) imaginó el cambio que estaba por venir. Renunció a los lujos, prefirió la indumentaria sencilla, el auto modesto y lo mínimo. Prefería vivir conforme al Evangelio, y por eso incomodó a algunos dentro y fuera de la iglesia.
A lo largo de esta semana escuché muchos testimonios. Gente que habló con él, que lo abrazó, que sintió que, por primera vez, la Iglesia también era suya. Lo vi en lágrimas sinceras, en palabras entrecortadas. Lo vi en quienes se sintieron, gracias a él, parte de algo que siempre les fue negado.
Ahora, mientras el mundo se pregunta quién vendrá después, es importante recalcar y no olvidar el legado que Francisco dejó. Abrió puertas, derribó muros y se atrevió a tocar temas que antes eran tabú. Y lo hizo no por rebeldía, sino por fidelidad. Porque creyó que una Iglesia coherente es una Iglesia viva.
Y hasta el final, desafío lo establecido. En 2024, reformó el protocolo de exequias papales para que su despedida no fuera un espectáculo. Eliminó los tres ataúdes, el catafalco elevado, los símbolos de poder. Pidió un ataúd simple, de madera, con interior de zinc. Y eligió ser enterrado en la Basílica de Santa María la Mayor, no en las grutas del Vaticano.
Allí lo despidieron no solo cardenales, reyes y presidentes, sino también feligreses y personas que, tal vez, gracias a él, se atrevieron a volver a una Iglesia. Porque para él, nadie debía quedar afuera; Porque sentía que el Evangelio era para todos, no solo para los que siempre tuvieron un lugar.
Francisco no fue perfecto. Pero fue profundamente humano. Y en esa humanidad encontró la forma de ser un pastor con los pies en la tierra y el corazón en lo alto.
Se fue el Papa del pueblo. Y el pueblo, ese mismo al que nunca le soltó la mano, lo despidió como a uno de los suyos. Porque al final, eso fue; un pastor que vivió como creyó, y que murió como vivió. Con fe, con humildad, y con todos.
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